La lluvia solo moja en Jarapalos

Al fondo, paisaje. Lo que no está al fondo, yo. 

La lluvia moja. Cala. Cae del cielo, se posa en los árboles, se desliza hacia el suelo, moja, y cala. Lo hace cada segundo en el que desciende desde las nubes, desde que nos avisa con esas primeras gotas y nos recrimina la falta de atención con el diluvio. Así es la lluvia, que no perdona, que siempre busca dejar su huella, dejar tierra mojada, tejados mojados, montañas mojadas.

            Sí, porque la lluvia moja montañas, y lo hace de forma extrema. Lo hace sin cesar, sin que le importe demasiado que la montaña esté repleta de corredores, de senderistas, de hijos con sus padres o padres con sus hijos. Le da lo mismo. Es por ello por lo que puede relucir el Sol, brillar como nunca lo ha hecho en meses de verano, y al día siguiente cubrir la lluvia todo el paisaje. Así viven las nubes, arruinando las salidas dominicales, arruinando la misa de los religiosos de la montaña, el camino de peregrinación hacia el placer, o hacia La Bola de Mijas que algunos tenemos como meca.

            La lluvia arrasa en ocasiones, como en este comienzo de octubre lo ha hecho, pero en otras muchas le brinda una oportunidad de disfrute cruzado con extremidad a los que nos atrevemos a ir a rezar al bosque. Sí, porque no todos estamos tan bien amueblados. Quizá este tipo de sucesos no se cuenten, porque parecen cotidianos, extraños, o, simplemente, no parecen, pero como decía aquel que estaba junto a mí en aquella caminata ‘‘esos son los recuerdos que se mantienen para siempre’’.

            Razón no le faltaba, ni mucho menos. La montaña nos regaló una tormenta en uno de los tramos de la Travesía Medioambiental de Jabalcuza, y lo hizo para mostrarnos que seguir adelante contra todo lo que se nos coloque frente a nosotros es lo que debemos hacer en cada instante de nuestra existencia. Por momentos, los tres aventureros, quizá peregrinos, nos imaginamos el calor especial de esa ducha tranquila y relajada, o la colcha de nuestra cama pegada a la piel mientras reposábamos. Nada de ello ocurrió, ni ocurriría jamás, menos teniendo en cuenta que si estábamos allí, era porque íbamos a terminar.

            Eran 28 kilómetros, algo cotidiano para expertos, no para mí, novato. La mayoría de estos, pasados por agua, fueron un auténtico calvario, ya que el sendero tomado nos dejó una sesión de spa en nuestras botas que terminaron tan limpias como salieron. Incluso más. Es lo que trae consigo jugar a las cartas un domingo, arriesgarse a que todo salga bien o mal, a que el tiempo sea prudente o la prudencia se vaya con la lluvia a refugiarse bajo un árbol.

            Sin embargo, pese a que pareciera anecdótico, pese a que fuera un guion perfecto para una película cinematográfica de las que posee el Óscar, la lluvia fue amable con nosotros. Lo fue hasta que dijimos que teníamos que darnos la vuelta. Entonces, parece ser que comprendió que era nuestro límite, y que sobrepasarlo no valdría la pena, por lo que nos cedió sol. Tanto sol que incluso las prendas sobraron encima de nosotros, tanto que el poncho que nos había salvado se secó sin que nos diera tiempo a observar de cerca la cima de Puerto Málaga. Sí, tanto que ni siquiera nos percatamos de que, a la vuelta de unos minutos estábamos en la Fuente de Jarapalos, y que, en segundos, la de la Piedra haría acto de presencia para mostrarnos el camino hacia el coche, ese que parecía que no había sufrido las consecuencias de la ira montañosa.

            Y es que es cierto que la lluvia moja. Cae del cielo y todo lo que queramos estudiar sobre ella, pero al final solo moja. Al final es amable, y a aquellos que sentimos la montaña nos proporciona ese pequeño premio que tiene su peso en oro para nosotros.

Un consejo, no salgáis si da lluvia, os lloverá. Pero si no lo hacéis, estará soleado, de ello que no quepa duda alguna.

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